RECUERDA MIRAR LA LUNA
- Matilde Gilioli
- 20 oct
- 4 Min. de lectura

Un padre escribía a su hijo:
“No sigas las cosas que desprecias, sino contempla la gloria de aquello que eliges imitar, para que eleves en ti la misma gloria. Porque el necio es aquel que, admirando a los buenos, comete actos dignos de reproche. Y recuerda, hijo mío, mirar la luna.”
ENERO DE 1824
Caminaba despacio por la orilla del Támesis, un paso tras otro. Sus zapatos de cuero oscuro dejaban huellas leves, casi invisibles, sobre el pavimento húmedo. El dobladillo de sus pantalones se empapaba a cada paso, oscureciéndose como una fina corona ceñida al tobillo.
La mirada baja, los ojos claros, hipnotizados, vidriosos. Avanzaba con el pavimento a un lado y el pretil empinado al otro, recto, constante, como si en su camino no pudiesen existir curvas.
Pero las habría. Muy pronto.
La noche era oscura y sin estrellas. La luna llena yacía cubierta por nubes impalpables, como arena arrojada distraídamente sobre un plato de porcelana. Lo que iluminaba su andar eran los faroles de gas, dispuestos a igual distancia entre sí, para que el viajero no perdiera la senda. Algunos brillaban débilmente, otros casi cegaban; en conjunto creaban un macabro juego de luces y sombras, donde el caminante se volvía ahora visible, ahora invisible; a veces solo un contorno, otras, solo unas piernas delgadas errando en soledad.
No estaría allí si no hubiera encontrado aquel billete, las últimas palabras de un loco. Se había alejado de él en la adolescencia temprana y había perdido todo contacto al mudarse a Londres para estudiar. Él, hombre de razón y acción, activo en el partido radical; su padre, un soñador romántico nacido un siglo demasiado pronto. El mundo pertenece a los primeros, pensaba. Pero ese pensamiento ya no era tan firme dentro de él. Ahora estaba solo, en compañía de lo desconocido, en una fría noche inglesa.
Se levantó un viento repentino, y el largo abrigo que llevaba parecía poco más que una bata ligera. Enrolló por segunda vez la gruesa bufanda de lana alrededor del cuello, dejando caer los extremos tras de sí; el viento los levantó, paralelos al suelo, como si una mano invisible lo empujara, guiándolo hacia algo. Todo sin su voluntad consciente.
LA PRIMERA CURVA
Giró a la izquierda y se encontró sobre un largo puente. Después de unos pocos pasos, la acera desapareció, la calle se volvió de tierra, y pronto se dio cuenta de que también los faroles habían desaparecido. Caminaba solo, en la oscuridad.
Se detuvo en seco: un ruido sordo, algo bajo y afilado, pasó entre sus piernas. Retrocedió asustado y pisó algo blando. La criatura gimió y escapó.
Siempre se había sentido independiente, artífice de su propia vida; la falta de apoyo familiar lo hacía sentirse fuerte.¿Pero por qué, entonces, tanto miedo?¿Por qué esa sensación de soledad, de error, de extravío?Ahuyentó rápidamente esos pensamientos y aceleró el paso.
Pensándolo bien, no recordaba haber visto ese puente antes.
Un relámpago lejano iluminó la noche, delgadas manos de anciana parecieron extenderse hacia él. Un escalofrío le recorrió la espalda, la boca se le secó, y luego, de nuevo, todo fue oscuridad.
Nada ocurrió.Sintió las mejillas hundirse, el pecho helarse.Ya no sentía la vida en sí mismo.
Un súbito aullido de perro lo arrancó de aquella muerte aparente, y volvió a caminar. Por fin el puente terminó, y luces domésticas aparecieron frente a él.
PERIFERIA
Caminaba entre casas derruidas y ventanas pequeñas. Como fantasmas, las sábanas colgadas pendían en jardines abandonados al hielo del invierno. El barrio estaba envuelto en el más profundo silencio, y las casas, mudas e inmóviles, observaban al viajero.
Se movía, pero tenía la sensación de permanecer quieto. Las casas eran todas iguales, con sus sábanas y sus tragaluces. Solo casas, sábanas y tragaluces...Casas, sábanas y tragaluces...Las palabras se repetían en su cabeza hasta perder sentido.
Los brazos se alzaron rígidos a la altura del pecho y comenzó a marchar; sus labios pronunciaban, como una letanía, esas tres malditas palabras. Era un zombi guiado ya no por sí mismo. Se sentía condenado, atrapado en un círculo sin fin de visiones reducidas a colores y sonidos difusos.
Entonces algo ligero y perfumado lo envolvió en un abrazo lúgubre. Intentó liberarse, luego cedió y perdió el conocimiento. Como última imagen vio una constelación de puntos luminosos, luego todo se tiñó del color de la nada.
LA NADA
Perdido en un espacio indefinido, vagaba con el cuerpo y la mente por una dimensión desconocida. No percibía nada, ni concreto ni abstracto. Solo existía.
No había odio, ni tristeza, ni amor, ni alegría. Solo apatía. Se sentía en un estado primigenio, y sin embargo, algo dentro de él le decía que no pertenecía a ese lugar.
Lágrimas secas le recorrieron el rostro. Su destino era desaparecer para siempre. Sintió terror.
Cada célula de su cuerpo mortal lo abandonaba, disolviéndose en átomos imperceptibles para volver a formar parte del universo. Se sentía ligero. Insignificante. Esencial.
Una telaraña lo envolvió y lo hizo girar en el vacío. Giraba lentamente, luego cada vez más rápido, hasta que todo a su alrededor se volvió una vertiginosa maraña de líneas de colores.
ENERO DE 2025
La mirada fija en aquella frase. En una mano, un vaso de whisky; en la otra, un lápiz. Se sentía cansado, muy cansado, casi viejo.
Recuerda mirar la luna.
Su cuerpo comenzó a tomar forma de nuevo. Los átomos se recompusieron en células humanas.
Una mosca zumbó cerca de su oído. Giró la cabeza, molesto, pero el insecto ya se había alejado.
El pequeño Kuro maulló con ternura y, con la cola en alto, se frotó entre sus piernas. Él lo acarició.
La ventana estaba abierta y un viento helado entraba en la habitación. Con una mano sostuvo el cristal izquierdo, con la otra buscó la manija.
Se detuvo. Encantado, contempló el cielo. La noche era serena, colmada de estrellas. La luna, llena.



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