Sobre la melancolía
- Matilde Gilioli
- 25 may
- 4 Min. de lectura
La mujer en contemplación, madre de una aurora naciente

La melancolía, en la iconografía artística, está representada por una figura femenina sentada, con la cabeza apoyada en una mano y el otro brazo caído a lo largo del cuerpo.
Este sentimiento, definido como la tristeza por algo que se ha perdido o que nunca se ha tenido y cuya ausencia se siente profundamente, ha sido ampliamente representado a lo largo de la historia del arte. Lo encontramos, por ejemplo, en el bajorrelieve Penélope afligida, conservado en el Museo Metropolitano de Nueva York. Penélope, abandonada por Ulises, aparece representada con aire pensativo y afligido ante la idea de no volver a ver a su esposo.

La palabra misma "melancolía" proviene del griego y tiene su origen en la antigua medicina de la escuela de Hipócrates, según la cual los comportamientos humanos estaban determinados por los cuatro humores básicos: bilis negra, bilis amarilla, flema y sangre. La melancolía, literalmente "bilis negra", describe ese estado de ánimo que mezcla tristeza, inquietud y malestar.
La palabra ha estado siempre asociada al temperamento del artista que se consume por el mal del deseo que no encuentra su objeto. Este concepto me resulta fascinante porque, en realidad, es una condición que va más allá del artista en sentido estricto —es decir, aquel que comunica a través de sus obras— y abarca las esferas más íntimas del ser humano. El ser humano que desea pero no puede obtener, el ser humano que quiere pero no puede, porque está impedido por fuerzas invisibles, difíciles de erradicar.
Esa condición yo la asocio al ser humano mujer. La mujer que, en siglos pasados y aún hoy, con demasiada frecuencia desea pero no obtiene, porque está atrapada en un rol nebuloso, fruto de un peso heredado del pasado, del cual no es fácil liberarse.
La dificultad de sentirse integrada en un mundo que no parece el suyo, como si solo estuviera invitada. Un poco como se sentía Picasso durante su período azul en París, en el que nos transmite su estado de ánimo retomando precisamente el sentimiento de la melancolía en su Arlequín, fechado en 1917.

La figura de la mujer hoy es también hija de la Melancolía de Albrecht Dürer, fechada en 1514.
En este grabado, el artista representa a un genio alado, pensativo, que no actúa por el sentimiento de inutilidad de la acción. Tiene la mirada sombría, el ceño fruncido y dirigida hacia un punto que no podemos ver.
La figura no está realizando ninguna actividad, a pesar de la abundancia de herramientas e instrumentos que la rodean en la imagen: se encuentra en un momento de reflexión.
Un momento que, para las mujeres, ha durado demasiado tiempo.

Las artistas mujeres están prácticamente ausentes en el panorama artístico. Encontramos algunas excepciones elogiadas y descritas casi como si fueran “fuera de lo común”, como para subrayar que una mujer no posee las mismas capacidades ni la misma profundidad de alma que un hombre y que, si de alguna manera manifiesta algo digno de atención, entonces es algo excepcional, con una velada insinuación de excepción, de rareza. Un fenómeno casi irrepetible.
Por supuesto, hoy sabemos que, a lo largo de la historia, muchas voces, mentes y manos femeninas fueron silenciadas antes incluso de empezar a actuar, pero hicieron falta siglos para darse cuenta de ello.
Creo que la melancolía es el sentimiento más adecuado para describir a la mujer, porque la melancolía es reflexión, es observar en silencio, es comprender y saber pero no decir.La melancolía es nostalgia por un futuro que podría haberse tenido, por un deseo que podría haberse cumplido.
Nosotras, las mujeres occidentales, vivimos en una condición privilegiada: podemos actuar. No sin juicio, prejuicios o injusticias, pero podemos.Aun así, muchas mujeres todavía no pueden y se encuentran en la misma condición que la Melancolía de Caspar David Friedrich de 1803.

La mujer está representada en el acto de llevarse la mano a la cabeza mientras contempla un horizonte blanco. No mira al espectador, pero lo invita a participar en su dolor mudo e incomprensible. La naturaleza que la rodea es agresiva, portadora de muerte, y la telaraña detrás de ella simboliza el abandono.
La naturaleza representa a toda la humanidad, inhóspita e ingrata; la telaraña es la sociedad, que no se interesa por un problema tan extendido y antiguo que se ha convertido en un estatus.
Hoy se habla mucho —demasiado— de los derechos de las mujeres, de su condición de inferioridad respecto al hombre, de las oportunidades limitadas, de las injusticias sufridas, de la fragilidad, del malestar. Pero el riesgo de plantear el problema en estos términos es el de seguir siendo víctimas. Mientras el objetivo siga siendo integrar a las mujeres, ellas seguirán sintiéndose, con melancolía, impostoras de una sociedad que no será también suya, sino de la cual serán invitadas.
Lo que me gustaría presenciar es una nueva Aurora, como la pintada por Artemisia Gentileschi. Aurora camina descalza por un campo al amanecer, despertando la naturaleza como una diosa de la fertilidad —un papel subrayado por sus proporciones maternales y las huellas de embarazos pasados en su abdomen. Sus brazos gesticulantes, uno señalando la luz del cielo y el otro extendido hacia la vegetación cubierta de rocío, devuelven a las plantas su vigor diurno, como describió la obra la historiadora del arte Sheila Barker.
Aurora es una joven que corre hacia el nuevo día, dejando atrás la noche que acaba de pasar, iluminando la naturaleza con una nueva luz y con un entusiasmo tan amplio que, con la majestuosa apertura de sus brazos, llena todo el lienzo.




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